Apreciados suscriptores de ZENIT:
Un
saludo desde Roma. El Evangelio para el domingo de la cuarta semana de
Cuaresma nos presenta el encuentro entre Jesús y un ciego de nacimiento:
se refiere cómo es que Jesús encuentra a esa persona, qué hace con ella
y lo que sucede después tanto en el ciego como en quienes le rodean.
1. Al pasar: cómo vemos nosotros
San
Juan refiere un aspecto importante que desencadena lo que sucede
después: dice que “al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento”.
Ya en esto individuamos que la intención original de Jesús no es
encontrarse con un ciego. O, en otras palabras, el destino final de
Jesús no es llegar hasta aquella persona.
Jesús
“pasa por ahí”, tiene un destino conclusivo diferente y hacia allá se
dirige. Tantas veces ir hacia un lugar o enrolarse en un proyecto supone
planear y planear implica tiempo, reflexión y esfuerzo: “¿qué necesito
para llegar?” y “¿cuánto voy a tardar?” son dos preguntas primarias que
nos hacen prever muchas cosas para no entretenernos en otras.
Llama
la atención que, no obstante tener claro hacia dónde va, Jesús es capaz
de advertir que entre la multitud de personas con las que se encuentra,
“ahí” hay una necesitada no sólo de un milagro sino de encontrarse con
él.
¿No
es también cercana a nosotros la tentación de tener claro lo que
tenemos que hacer, a dónde queremos o necesitamos llegar, y releguemos
al anonimato a las personas que nos encontramos a nuestro paso porque
retardan nuestros objetivos? ¿No es también familiar el hecho de que
tantas veces justificamos nuestra falta de atención al prójimo bajo el
pretexto de que hemos programado otra cosa o tenemos urgencia en llegar o
terminar tal o cual empresa iniciada?
El
“ver” de Jesús nos habla de un Dios atento, de un Dios capaz de ver la
necesidad del otro por encima de la propia agenda, de un Dios que pone a
la persona al centro. El “ver” de Jesús nos interpela acerca de cómo
vemos nosotros.
2. Perder de vista a un Dios que siempre nos mira
Un
segundo aspecto de la narración evangélica es que el diálogo entre
Jesús y el ciego de nacimiento haya iniciado sólo después de que Jesús
hiciera barro con su saliva y la tierra y lo untara en los ojos del
invidente. Antes que cualquier otra cosa, en este par de acciones se
evidencia algo que en otro pasaje, de otro evangelista, aparece solo
como una especie de promesa: “vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes
que vosotros le pidáis” (Mt 6, 8).
En
efecto, Jesús no ha esperado a que el necesitado le refiera su
necesidad. La conoce y ese conocimiento es suficiente para iniciar el
milagro. Todo esto es relevante también para nosotros: el Señor sabe qué
es aquello que nos urge, aquello que requerimos. Nos sucede con
relativa frecuencia que por alguna razón pensamos que Dios no nos
escucha y por eso no nos da lo que solicitamos. Esta narración pone ante
nuestros ojos justamente lo contrario: Dios no sólo escucha lo que le
pedimos, sino que ya antes ha visto lo que necesitamos.
¿Por
qué entonces “no vemos” que Dios “nos ve”, que se fije en nuestros
problemas y, más aún, los solucione? Es interesante notar que en esta
narración del milagro del ciego de nacimiento conocemos “el momento” del
milagro, pero obviamos todo el tiempo que la persona vivió con su
problema. Nos suele suceder así: que ese Dios que ya ha visto lo que
necesitamos está mezclando su “saliva” y “la tierra” (que es como un
modo de pensar en lo que él pone -la saliva- y lo que debemos ayudarle a
poner -la tierra-) y se las ingenia para aplicarnos el barro. El
problema es que en no pocas ocasiones no sólo no ponemos la tierra que
debemos, sino que ni siquiera nos “detenemos a ver” a Dios en el camino
de nuestra vida intentando aplicar ese barro. Pasamos ante él de largo
porque hay cosas más urgentes a hacer, a terminar, a impulsar. Sucede
incluso en proyectos apostólicos o en planes de pastoral: buscamos cómo
servir mejor a Dios y desatendemos a ese Dios en nombre de esos planes y
proyectos…
3. El milagro no fue ver, fue creer
Tras
untarle el barro Jesús manda al ciego que se lave en un lugar concreto.
Ahí se nos revela algo: no es el barro ni la piscina de Siloé las que
dan la vista al ciego. ¡Es la obediencia!
El
hecho de que el ciego ahora ya no lo fuera no pasa desapercibido para
las personas del entorno. Se preguntan si es el mismo y ante la duda él
mismo refiere que lo es. Lo llevan ante los fariseos (un grupo judío
especialmente respetuoso de las normas, aunque no de su espíritu, cuyas
interpretaciones de la ley de Dios se impusieron en la comunidad) y al
ser interrogado de cómo obtuvo la vista refiere tal cual lo que Jesús
hizo. Al contar los hechos como fueron, quien antes fue ciego es
interrogado por los fariseos con algo más personal: “Y tú, ¿qué dices
del que te ha abierto los ojos?”. Tras responder que “es un profeta”, es
insultado y expulsado.
El
Evangelio explicita que al enterarse Jesús que ese hombre había sido
expulsado, lo buscó y al encontrarlo le hizo una pregunta no menos
personal que la de los fariseos: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. El
ex ciego le contesta con otra pregunta: “¿Quién es, Señor, para que crea
en él?”. La respuesta de Jesús no sólo le da una respuesta sino una
evidencia: “Lo estás viendo”. A continuación, el ahora vidente contesta:
“Creo, Señor” (y además “se postró ante él”).
Impresionan
en todo esto varias cosas en torno al verbo ver. La primera es que los
fariseos se nieguen “a ver” la evidencia del testigo y que su reacción
al testimonio sea el maltrato y el insulto. Nadie está exento, tampoco
en la Iglesia, de reaccionar del mismo modo cuando lo que Dios obra no
se corresponde con lo que nosotros creemos que Dios puede o debe hacer.
Da la impresión de que los fariseos buscaban instrumentalizar al ahora
vidente, y al no servirles para su fin, le desechan. Impresiona también
que el que fue ciego sea llamado “limosnero”. Todo esto nos hace
reflexionar sobre la instrumentalización de las personas que es otro
modo de referirse a la cosificación de los seres humanos, según lo cual
vales en cuanto me sirves. Con Jesús las cosas no funcionan de este
modo. Podría haber elegido a otro sujeto con mayor relevancia y
visibilidad social, pero al que eligió fue a un descartado. Impresiona
porque ahí donde ellos veían un “limosnero más”, Jesús vio un apóstol.
La
segunda cosa es que Jesús no se detengan en una acción de humanismo o
beneficencia social por muy buena que esta haya sido. Jesús no sólo le
ha dado la vista física, Jesús sobre todo le ha dado la fe.
¿Qué
decir al respecto? Ya con la vista en usufructo, el Señor no interroga
al ex ciego acerca de si ve bien de lejos o de cerca, si están bien las
dioptrías o si hay un poco de miopía o astigmatismo. Jesús le hace una
pregunta de fe: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. Y cuando el ahora
vidente pregunta sobre quién es ese para creer, Jesús le da una
prueba.
La
prueba, sin embargo, no es sólo Jesús ahí delante, la prueba es también
que ve, es decir, el milagro que ahora vive. En ese “lo estás viendo”
que responde el Señor están contenidas tanto el don de la vista como el
don de Jesús. Pero hay algo más y no menos relevante: el “Creo Señor” y
la postración que le sigue apuntan a algo que sella el milagro y la
presencia de Dios. Se trata de la fe. En esos últimos versículos se
muestra una relación entre el “ver y la fe”: ve quien tiene fe. La fe no
es un mero esfuerzo de la voluntad sino sobre todo un don de Dios. El
milagro, por tanto, no es el don de la vista. El milagro es el don de la
fe. Y en este sentido debería conmovernos recordar que esa fe del que
fue ciego es también la nuestra recibida por el don del bautismo. Lo que
el ciego dijo en un par de palabras nosotros lo confesamos todos los
domingos de una forma un poco más amplia en el Credo.
Todo
esto también vale para nosotros que, aunque no somos ciegos, también
somos interpelados acerca de la fe como capacidad de ver a Dios y
también al mundo y a cada persona que lo habita. Durante la Cuaresma, y
no sólo, podemos hacer propia la pregunta de Jesús acerca de si creemos
en el Hijo del hombre. Y no podemos suponer la respuesta. Los fariseos
decían “creer” en Dios y, sin embargo, el que “vio” a Jesús no era
fariseo. O, en otras palabras: los fariseos se volvieron ciegos y el que
era ciego pudo ver, pudo conocer a Jesús y también creer.
Nos
hace bien pensar que el Credo es, por así decir, nuestra respuesta a un
Dios que nos interroga acerca de nuestra fe en Él mismo mientras que el
bautismo es para nosotros lo que el barro fue para el ciego.
El
hecho de “ver” a Dios en nuestra historia personal, desde el bautismo
en que recibimos la fe hasta cada misa en que lo hemos comido o en cada
Sagrario en que lo hemos adorado, nos hace reflexionar acerca del
llamados a verlo y reconocerlo en el hermano. Son también de Jesús
aquellas palabras acerca del amor, la vista y la fe: “el que no ama a su
hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto.”
(1 Jn 4, 20). Hoy podríamos contestar: porque por la fe he visto a Dios
también por la fe puedo -¡y pido!- amar al hermano que encuentre en el
pasar de mi vida. Incluso si aún no lo encuentro. A perseverar en ellos
no ayuda el pensamiento de que nosotros hemos sido ese “ciego” en el
pasar de Dios por nuestra propia vida.
Durante
el periodo de Cuaresma de 2023, cada domingo ofrecemos una reflexión
especial para vivir este periodo litúrgico. En nuestras redes sociales
se encuentran estos contenidos en video. Les invitamos a apoyar a ZENIT
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